Sumaba atardeceres en sus entrañas, conforme la luz se iba apagando y el mar sonoro a lo lejos la llamaba. Su flequillo tan recto y cuidado, hoy despeinado junto con sus labios ruborizados por haberse entregado al calor de aquella noche, fragoso y desenfrenado, tan cierto y real. Sólo sexo. Amanecía valiente para todo menos para sí misma. Siempre de puntillas, temerosa de su propio ser. Buscaba el amor pero le aterrorizaba encontrarlo. Tan libre quería volar, que de su propio oxígeno se sentía subordinada y eso la mataba. Pura necesidad vital, dependiente sobredosis de nostalgia. Seda y tez, color de tierra. Ella. Creía que callaba y el silencio la engañaba, más sus ojos escapados respondones delataban. Regalaba las migajas de sus besos consintiendo a ingenuos. Sus pies marcaban el paso y cándidos infelices arrastrados conformaban. Pero ella caminaba libre, siempre delante, nunca de la mano. Y tan aclamada moría sola. Alma cansada. Desierta de sí misma. Sola.
S.
S.