A LA SOMBRA DE MIS PALABRAS
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Tarde de domingo rara

10/31/2014

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Tú, sentada con las piernas cruzadas mirando hacia la ventana. Jugueteas con tu pelo que se resbala entre tus dedos como arena de las dunas del desierto del Sáhara.
Cruce de miradas que se pierde entre sonrisas nerviosas.
La mesa del salón está llena de papeles, cartas y facturas de hace más de un mes, una taza vacía con los restos de un café y migas de algún desayuno que, en su día, llevaba sirope de violetas como guarnición.
De fondo, Norah Jones nos ameniza la velada. 
Sorbos de vino tinto en nuestras copas que se mezclan sin distinguir cuál es la tuya y cuál la mía.
Tras la ventana, el sol de una tarde de domingo de verano nos vigila y mira indiscreto, analizando cada gesto. La luz te sienta bien, favorece y resalta tus facciones en este juego de sombras que, atrevidas, parecen hacernos compañía sin haberlas invitado a nuestro encuentro.
Suena tu móvil, tú consultas la pantalla. Me pregunto quién podrá ser y procuro controlar mis pensamientos, son entre odiosos e inoportunos, tanto o más que esa, que para mí que es ese, el que te escribe ahora mismo.
Finalmente, me precipito contra ti y te beso. Tú pareces muy tranquila y eso me pone más nervioso.
Me muerdes.
Sonríes.
Te muerdo.
Sonrío y me devuelves la sonrisa con una leve carcajada que me evidencia que no estás tan tranquila como creía pero, para mi desgracia, yo lo estoy todavía menos.
Nuestras lenguas bailan desnudas al son de tu cante de sirena mientras la saliva las baña y calma su sed.
Mis manos que se deslizan por tu cintura, pierden el norte mientras ansían el sur.
Te acaricio, siento tu piel que se eriza bajo mi tacto.
Tu beso en mi nuca.
Mi lengua.
La tuya.
Escalofrío.
Largo escalofrío…

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Tu blusa cae al suelo al mismo tiempo que los botones de tus pantalones se me resisten. Voy a exigir a Levis que a partir de ahora sean de corchetes. Odio perder el tiempo y que comprueben que soy un zoquete sin habilidades. Creía que se me daba bien eso de disimular mis limitaciones, pero acabo de comprobar que es un arte que debo perfeccionar.
Sudo.
Sudas.
Sudamos.
Este año el mes de julio no nos está dejando ni respirar.
He perdido de vista mi camiseta por culpa de tus besos en mi cuello. Advierto tus pantalones, están al final de la alfombra, entre la lámpara de pie y el mueble de la televisión, ese que compré en aquella tienda que tanto me gustaba de Malasaña. Que se queden ahí mucho tiempo; pienso.
Tú, yo y mis precipitadas fantasías sobre nuestra piel como única ropa interior… pero tú todavía llevas ese conjunto… negro, sexy, transparente… tanto que me deja intuir todo un mundo de espectáculo, lujuria y otros muchos pecados que ansío probar.
Acabo de encontrar el único complemento que decora tu piel y, para mi desgracia, no soy yo que, aún rodeándote con mis brazos, siento que te escapas sin llegar a ser ni un poquito mía de todo lo que quisiera. Es ese dibujo tuyo que me está volviendo loco. Ahí, colocado justo en esas coordenadas de tu cuerpo… Juego a intentar borrarlo con mis huellas que se ayudan de mi saliva, pero mi falta de habilidades acaba por cerciorarme que no se trata de una calcomanía de esas que te tocan como premio en las bolsas de patatas. Me pregunto cómo el tatuador pudo resistirse y acabar ese dibujo justo en ese punto de tu anatomía… Probablemente no lo hizo… Dejo de pensar. No quiero pensar. Es un asco pensar… sobre todo en tatuadores que ni conozco y ya odio.
Te levantas del sofá y caminas por el pasillo, contoneándote y mirándome de reojo… Mujer inteligente que conoce sus cualidades. Arte de saber usarlas en el momento oportuno, exacto, preciso… Las conoces, las usas. Eso es todo… Por eso, me gustan y gustas tanto.
Resoplo…
El calor me está matando… Uf… ¡Voy a morir de infarto!
Y mientras contemplo embobado esa peca del final de tu espalda, tu sombra se pierde por el pasillo. Persigo tus pasos, tu aroma, tu rastro… y entro en la habitación.
La persiana está subida y el sol me da en la cara de golpe, como un jarro de agua bien fría, como el impacto del mar sobre las rocas…
Te busco.
No hay nadie, no estás… te has ido.
Nunca había odiado tanto al sol, al verano y al buen tiempo… ese que me lleva a la orilla de aquella playa, ese que me hace viajar y enamorarme de nuevos lugares y que hoy, sin embargo, me acaba de despertar al entrar por la ventana. Ese que suena a carcajada, mientras yo aquí en la cama sólo soy un chiste malo con el regusto de la peor de las resacas, de esas que provocan tanto dolor de cabeza como tu imagen en mi almohada…


S.



Fotografías:
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La felicidad de cerrar los ojos

10/20/2014

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Cerrar los ojos es símbolo de amar…
Percibir el aroma de esa persona y cerrar los ojos…
Escuchar el sonido de su voz y cerrar los ojos…
Abrazarle y estremecerte solamente con su presencia, con su cariño, con el contacto de su piel con la tuya, mientras cierras los ojos…


Nunca podría imaginarme un beso de verdad, de esos en los que los labios se funden, encajan, bailan al mismo son y se saborean. De esos que comienzan por la boca y se pierden por el cuello para acabar tumbados sobre su espalda, hasta posar los labios en su nuca y dejarle paso al escalofrío que caminará a su antojo, dejando la piel y el vello del dorso erizado a su paso, sin cerrar los ojos... Y es que cuando amas a alguien, le ansías besar por instinto, y son los párpados los que se contornan automáticamente, como un acto reflejo, porque lo único que deseas es “SENTIR” con sus seis letras en mayúsculas y palpitantes. Porque en ese instante el tiempo se detiene expectante, contemplando a quienes ha dejado de importarles y cuyos sentimientos explotan entre dos bocas que se funden y se abrazan entre pequeños y delicados mordiscos o, tal vez, grandes y apasionados… Porque cerrar los ojos es eso; es símbolo de sentir, es símbolo de amar…

Saboreen la vida, amen, sientan, huelan, acaricien, bailen, escuchen, observen, salten… Sonrían, canten, tomen una bocanada de aire fuerte y rotunda, pero sobre todo besen y cierren los ojos. Porque ese es el símbolo de identidad de los que aman y disfrutan de la vida. Porque sus sentidos volverán a nacer. Porque ustedes mismos se volverán a enamorar de aquello que les rodea y lo potenciarán todo de forma que la felicidad les alcanzará con las pequeñas cosas, que siempre son las más grandes, y el amar con los ojos cerrados; la mayor de todas ellas. 

S.

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Aquel mes de julio

10/10/2014

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Quedaban diez días escasos para que las vacaciones de verano llegaran a su fin, así lo evidenciaba el color de nuestra piel que resaltaba sobre el blanco de las fachadas encaladas, típicas de la costa mediterránea. El cielo se teñía de ese azul característico del mes de septiembre que se confunde con el mar en el horizonte. Habían sido las cuatro semanas más increíbles de mi vida y tú eras la responsable de todas mis sonrisas e ilusiones. Querría haber detenido el tiempo o raptarte y llevarte a algún lugar secreto, pero sabía que todo eso no eran más que películas que yo mismo me inventaba.

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Yo me hacía el tonto, intentaba que no se notara lo loco que estaba por ti, pero creo que mis ojos me delataban al cobrar vida propia en cuanto te veía. Me gustaba el sonido de tu nombre en mi boca; Giulia. Y lo sabía todo de ti, sabía que la llegada del verano y el día de tu cumpleaños coincidían, que tenías un hermano pequeño que se llamaba Sergio, que querías ser bióloga marina, a pesar de que tu padre prefería que estudiaras Derecho. Sabía que te gustaba el helado de menta en tarrina y que te encantaba comerte la rodaja del limón antes de darle el primer sorbo al gin-tonic. Que cuando hablabas, mirabas a los ojos, y si te ponías nerviosa, te mordías el labio inferior. Aunque me moría por saber más, por saberlo todo de ti…

Recuerdo aquella tarde en la que apareciste caminando por la orilla mientras te acercabas al chiringuito del final de la playa, aquel al que llevamos yendo cada verano desde que lo abrieron cuando aún éramos unos críos. Recuerdo que los chicos del grupo te miraban perplejos y que Juan me comentó entre risas que serías la madre de sus hijos. Hablaban de que era el verano que más guapa estabas, mientras yo los maldecía a todos en silencio. Eran unos ineptos, incapaces de darse cuenta de que siempre habías sido así de guapa, desde la primera vez que te vi con aquel vestido azul sentada en la orilla, aunque la verdad es que aquella tarde estabas especialmente radiante. No sé si era la luz del mes de julio que te sentaba mejor que nunca, si la culpa era de aquellas sandalias que te hacían las piernas kilométricas o si era el sonido de las pulseras que llevabas que tintineaba al son de tu vaivén lo que me hipnotizó, pero si ya estaba enamorado, aquella tarde Cupido se ensañó conmigo.

Pero pasaron los días y llegó aquella tarde en la que se celebraba la final del Mundial. España y Holanda se batían en duelo por un título que ninguno había alcanzado todavía. En la plaza del pueblo habían puesto una pantalla enorme y todos nos reunimos alrededor de ella con la intención de contemplar aquel acontecimiento que tenía expectante a todo el país. Tú llevabas la camiseta de la selección e intentabas controlar tus nervios levantándote infinitas veces de la silla. Fue entonces cuando, sin preguntarme siquiera, te acercaste a mí y me dibujaste la bandera española en la frente. Tu olor me embriagó en aquel momento tan rápido como te volviste a sentar en tu sitio. Aquellos minutos fueron eternos, ninguno de los dos equipos acababa sus jugadas y el balón no alcanzaba la portería. El ritmo de nuestros sorbos a aquellas cervezas frías era frenético y tú te mordías las uñas. Cuando de repente, en los escasos minutos del final del partido, Iniesta marcó aquel gol que se convertiría en legendario, y todos saltamos de nuestras sillas para celebrarlo. No sé quién abrazó a quién, pero sí que hubiera parado el tiempo en aquel instante. Sin embargo, no me hizo falta porque lo mejor, que estaba por llegar, fue cuando tu mano rozó la mía y me susurraste al oído que si te acompañaba al paseo. Estaba todo el mundo tan excitado que nuestra ausencia pasó desapercibida.

Aquel día el cielo estaba despejado y desde nuestra altura éramos los dueños de toda la bahía. Fue entonces cuando me preguntaste entre risas que cuándo te pensaba besar, si este o el próximo verano. Recuerdo sentirme el hombre más afortunado de la Tierra mientras nuestras bocas se envolvían y mis brazos te apretaban. Tu voz me susurró al oído que por favor no te soltara, y fue entonces cuando te abracé tan fuerte que durante los siguientes días no pude separarme de ti. Jugamos a robarnos besos, a intercambiar helados, a ver películas en versión original, a correr por la orilla, a ver las estrellas y a desnudarnos ante la atenta mirada de la luna. Nos convertimos en dos quinceañeros enamorados que en realidad vencían la veintena.


Pero el tiempo debió de apretar el acelerador sin nuestro consentimiento, y cuando quisimos darnos cuenta íbamos cuesta abajo y sin frenos, a punto de precipitarnos contra el final del mes de agosto. Tú te irías a Madrid y yo me quedaría en Mallorca, y la cuestión que resonaba en mi cabeza no era otra que; "¿y ahora qué?". A ti parecía no importarte porque ni siquiera hablabas del tema, siempre que intentaba preguntarte me callabas con un beso y me decías que tan sólo viviera el momento. Y yo que me seguía derritiendo por besarte como aquella primera vez, olvidaba todo y cerraba los ojos para capturar cada instante y no perder ni un segundo a tu lado. Pero lo inevitable estaba por llegar, y tú te marcharías al día siguiente, mientras yo me tendría que quedar aquí sin tus besos.

Decidimos quedar para despedirnos en el faro de Portocolom tres horas antes de que te marcharas, pero mi cabeza iba por un lado y mi corazón por otro. Tenía pensado decirte que me esperaras, que arreglaría lo que hiciera falta y trasladaría mi expediente a Madrid para estudiar allí, contigo. Que nos quedaba un año para acabar la carrera y que quería vivirlo a tu lado. Lo tenía todo pensado; tú me querías y yo a ti más. Sabía que no iba a ser fácil, pero con lo que ganaba podríamos vivir y nunca hubiera dejado que te faltara de nada. Pero cuando aparqué mi Ford rojo, el faro estaba desierto… Tú nunca apareciste y mis sentimientos y planes se perdieron en el fondo del mar, aquel mar en el que tantas veces nos habíamos bañado y hecho el amor.


Quise saltar al vacío y dejarme arrastrar por la corriente. Quise correr y viajar a Madrid para buscarte y decirte todo lo que no fui capaz durante cada día de aquel verano por miedo a tu reacción y a que tuvieras vértigo a todo lo que sentía. Quise, y te quise tanto… Pero fui un cobarde desde el principio, desde el día en el que tú me diste el primer beso porque yo no fui capaz… 

Han pasado cuatro años y hoy, sentado en el chiringuito del final de la playa, oigo el tintineo de unas pulseras, alzo la vista y te miro perplejo. Hoy Juan tendría razón, estás más guapa que nunca. Pero esta vez no caminas sola y de tu mano una niña de apenas un año y medio y con tu mismo color de pelo intenta no caerse al andar. Mientras, un hombre que no soy yo, y que para mí resulta el más afortunado del mundo, te acompaña cuidándoos a las dos desde detrás. Él debió de ser más valiente porque supo decirte todo lo que sentía y no te dejó escapar…

S.



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