Quedaban diez días escasos para que las vacaciones de verano llegaran a su fin, así lo evidenciaba el color de nuestra piel que resaltaba sobre el blanco de las fachadas encaladas, típicas de la costa mediterránea. El cielo se teñía de ese azul característico del mes de septiembre que se confunde con el mar en el horizonte. Habían sido las cuatro semanas más increíbles de mi vida y tú eras la responsable de todas mis sonrisas e ilusiones. Querría haber detenido el tiempo o raptarte y llevarte a algún lugar secreto, pero sabía que todo eso no eran más que películas que yo mismo me inventaba.
Yo me hacía el tonto, intentaba que no se notara lo loco que estaba por ti, pero creo que mis ojos me delataban al cobrar vida propia en cuanto te veía. Me gustaba el sonido de tu nombre en mi boca; Giulia. Y lo sabía todo de ti, sabía que la llegada del verano y el día de tu cumpleaños coincidían, que tenías un hermano pequeño que se llamaba Sergio, que querías ser bióloga marina, a pesar de que tu padre prefería que estudiaras Derecho. Sabía que te gustaba el helado de menta en tarrina y que te encantaba comerte la rodaja del limón antes de darle el primer sorbo al gin-tonic. Que cuando hablabas, mirabas a los ojos, y si te ponías nerviosa, te mordías el labio inferior. Aunque me moría por saber más, por saberlo todo de ti…
Recuerdo aquella tarde en la que apareciste caminando por la orilla mientras te acercabas al chiringuito del final de la playa, aquel al que llevamos yendo cada verano desde que lo abrieron cuando aún éramos unos críos. Recuerdo que los chicos del grupo te miraban perplejos y que Juan me comentó entre risas que serías la madre de sus hijos. Hablaban de que era el verano que más guapa estabas, mientras yo los maldecía a todos en silencio. Eran unos ineptos, incapaces de darse cuenta de que siempre habías sido así de guapa, desde la primera vez que te vi con aquel vestido azul sentada en la orilla, aunque la verdad es que aquella tarde estabas especialmente radiante. No sé si era la luz del mes de julio que te sentaba mejor que nunca, si la culpa era de aquellas sandalias que te hacían las piernas kilométricas o si era el sonido de las pulseras que llevabas que tintineaba al son de tu vaivén lo que me hipnotizó, pero si ya estaba enamorado, aquella tarde Cupido se ensañó conmigo.
Pero pasaron los días y llegó aquella tarde en la que se celebraba la final del Mundial. España y Holanda se batían en duelo por un título que ninguno había alcanzado todavía. En la plaza del pueblo habían puesto una pantalla enorme y todos nos reunimos alrededor de ella con la intención de contemplar aquel acontecimiento que tenía expectante a todo el país. Tú llevabas la camiseta de la selección e intentabas controlar tus nervios levantándote infinitas veces de la silla. Fue entonces cuando, sin preguntarme siquiera, te acercaste a mí y me dibujaste la bandera española en la frente. Tu olor me embriagó en aquel momento tan rápido como te volviste a sentar en tu sitio. Aquellos minutos fueron eternos, ninguno de los dos equipos acababa sus jugadas y el balón no alcanzaba la portería. El ritmo de nuestros sorbos a aquellas cervezas frías era frenético y tú te mordías las uñas. Cuando de repente, en los escasos minutos del final del partido, Iniesta marcó aquel gol que se convertiría en legendario, y todos saltamos de nuestras sillas para celebrarlo. No sé quién abrazó a quién, pero sí que hubiera parado el tiempo en aquel instante. Sin embargo, no me hizo falta porque lo mejor, que estaba por llegar, fue cuando tu mano rozó la mía y me susurraste al oído que si te acompañaba al paseo. Estaba todo el mundo tan excitado que nuestra ausencia pasó desapercibida.
Aquel día el cielo estaba despejado y desde nuestra altura éramos los dueños de toda la bahía. Fue entonces cuando me preguntaste entre risas que cuándo te pensaba besar, si este o el próximo verano. Recuerdo sentirme el hombre más afortunado de la Tierra mientras nuestras bocas se envolvían y mis brazos te apretaban. Tu voz me susurró al oído que por favor no te soltara, y fue entonces cuando te abracé tan fuerte que durante los siguientes días no pude separarme de ti. Jugamos a robarnos besos, a intercambiar helados, a ver películas en versión original, a correr por la orilla, a ver las estrellas y a desnudarnos ante la atenta mirada de la luna. Nos convertimos en dos quinceañeros enamorados que en realidad vencían la veintena.
Aquel día el cielo estaba despejado y desde nuestra altura éramos los dueños de toda la bahía. Fue entonces cuando me preguntaste entre risas que cuándo te pensaba besar, si este o el próximo verano. Recuerdo sentirme el hombre más afortunado de la Tierra mientras nuestras bocas se envolvían y mis brazos te apretaban. Tu voz me susurró al oído que por favor no te soltara, y fue entonces cuando te abracé tan fuerte que durante los siguientes días no pude separarme de ti. Jugamos a robarnos besos, a intercambiar helados, a ver películas en versión original, a correr por la orilla, a ver las estrellas y a desnudarnos ante la atenta mirada de la luna. Nos convertimos en dos quinceañeros enamorados que en realidad vencían la veintena.
Pero el tiempo debió de apretar el acelerador sin nuestro consentimiento, y cuando quisimos darnos cuenta íbamos cuesta abajo y sin frenos, a punto de precipitarnos contra el final del mes de agosto. Tú te irías a Madrid y yo me quedaría en Mallorca, y la cuestión que resonaba en mi cabeza no era otra que; "¿y ahora qué?". A ti parecía no importarte porque ni siquiera hablabas del tema, siempre que intentaba preguntarte me callabas con un beso y me decías que tan sólo viviera el momento. Y yo que me seguía derritiendo por besarte como aquella primera vez, olvidaba todo y cerraba los ojos para capturar cada instante y no perder ni un segundo a tu lado. Pero lo inevitable estaba por llegar, y tú te marcharías al día siguiente, mientras yo me tendría que quedar aquí sin tus besos.
Decidimos quedar para despedirnos en el faro de Portocolom tres horas antes de que te marcharas, pero mi cabeza iba por un lado y mi corazón por otro. Tenía pensado decirte que me esperaras, que arreglaría lo que hiciera falta y trasladaría mi expediente a Madrid para estudiar allí, contigo. Que nos quedaba un año para acabar la carrera y que quería vivirlo a tu lado. Lo tenía todo pensado; tú me querías y yo a ti más. Sabía que no iba a ser fácil, pero con lo que ganaba podríamos vivir y nunca hubiera dejado que te faltara de nada. Pero cuando aparqué mi Ford rojo, el faro estaba desierto… Tú nunca apareciste y mis sentimientos y planes se perdieron en el fondo del mar, aquel mar en el que tantas veces nos habíamos bañado y hecho el amor.
Quise saltar al vacío y dejarme arrastrar por la corriente. Quise correr y viajar a Madrid para buscarte y decirte todo lo que no fui capaz durante cada día de aquel verano por miedo a tu reacción y a que tuvieras vértigo a todo lo que sentía. Quise, y te quise tanto… Pero fui un cobarde desde el principio, desde el día en el que tú me diste el primer beso porque yo no fui capaz…
Han pasado cuatro años y hoy, sentado en el chiringuito del final de la playa, oigo el tintineo de unas pulseras, alzo la vista y te miro perplejo. Hoy Juan tendría razón, estás más guapa que nunca. Pero esta vez no caminas sola y de tu mano una niña de apenas un año y medio y con tu mismo color de pelo intenta no caerse al andar. Mientras, un hombre que no soy yo, y que para mí resulta el más afortunado del mundo, te acompaña cuidándoos a las dos desde detrás. Él debió de ser más valiente porque supo decirte todo lo que sentía y no te dejó escapar…
S.
Fotografías:
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