Me gusta el viento en tu pelo, su juego a volar y despeinarte mientras tú intentas recolocarlo para acabar desistiendo, cansada de perder el tiempo con ese aspecto de loca que te sienta tan divertido.
Me gusta observar cómo te quedas mirando embobada al sol para dejar de saber quién mira a quién, si tú a él o él a ti. Me gusta porque contornas los ojos cegada por el exceso de luz que tu retina es capaz de soportar hasta acabar cerrándolos relajada bajo sus caricias que calientan y doran tu piel. Siempre dijiste que te retirarías a una playa apartada y serena, de arena blanca y fondo esmeralda, rodeada de pinos donde cobijarse durante la siesta. “La mezcla del olor del mar y los pinos es absolutamente mágica, sencillamente perfecta. Nunca podría vivir sin el olor de los pinos”; decías.
Teníamos veintitantos y nuestros caminos se separaron. Tú tenías demasiados amigos especiales, pero ninguno era yo. Y yo conocí a alguien, pero ella tampoco eras tú. El tiempo pasó deprisa a la vez que nuestras vidas. Años después supe que me echaste de menos al ver que me perdías, yo no dejé de pensar en ti ni uno solo de esos días. Conectábamos en tantas cosas; aficiones, canciones, viajes soñados, gustos… Porque, en definitiva, tu y yo nos gustábamos el uno al otro, aunque nunca nos besamos ni tampoco lo dijimos. Creo que fue miedo a que se rompiera lo poco que teníamos, que para mí ya era bastante. Si aquella noche te hubieras girado tras despedirnos, me habría lanzado al vacío de tus labios, porque estoy convencido de que te habrías apartado. Fue una noche perfecta, tu risa, el color de tus ojos, las conversaciones sobre lo real y nuestros sueños, la música de fondo, el vino; el tuyo blanco, el mío tinto. Quería más pero nunca me atreví a pedirlo… No sé por qué no nos volvimos a ver, probablemente la tensión alcanzó el borde del vaso y ninguno quiso o se atrevió a mojarse.
Pasaron los años, tú con alguien y yo con otra que seguías sin ser tú. Perdimos la pista, cambiaste de teléfono, de trabajo y de ciudad, y en navidades las cenas de amigos empezaron a ser más aburridas. Pero llegó diciembre, tres años después, y tú seguías llevando aquel abrigo rojo afrancesado que tan bien te sentaba, y entre tanta gente te descubrí mirando aquel escaparate decorado con luces y estrellas navideñas que contenía un antiguo escritorio de despacho lacado en negro. Mi imagen se reflejó en el cristal detrás de ti, mi estatura sobrepasaba la tuya, y sin darte la vuelta sonreíste, mejor dicho, me sonreíste. Hoy ha pasado un año desde entonces, y desde el salón con vistas al mar huelo a pinos mientras retoco el final de mi novela en un escritorio lacado, esta vez en blanco porque según tú el negro ya no está de moda. Te observo, miras el mar de color esmeralda, donde se refleja la luz del sol que te obliga a cerrar los ojos.
S.
S.
"A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo"
– Jean de la Fontaine