A tres días de que acabe el año trato de hacer un ejercicio de introspección y balance. A veces cuesta, aunque otras es peor porque duele, joder que si duele. Ha sido un año poliédrico con aristas de todos los colores, algunas muy oscuras y otras directamente brillantes, nada de medias tintas. Creo que nunca recordaré este como un año tranquilo o falto de sabor, ha sido más bien de empachos.

El día de mi cumpleaños alguien me escribió una nota diciendo que sería el año de mi vida, que todo iba a cambiar. Lo escribió sin saber y así fue, así ha sido. Calambres de la vida que te sacuden y retuercen, la adrenalina pura corriendo por tus venas, esas ganas de llorar que te ahogan y desgarran cuando ya no quedan ni lágrimas, la carcajada más sonora, nerviosismo y tembleques, ilusión, miedo, incertidumbre, pasión, valentía, fragilidad, amor, desamor, rabia… Pero al final el agua corre igualmente y consigue arrastrarlo todo, y lo que escuchas y no te sirve sólo se convierte en ruido.

Nunca me ha gustado la gente que va de dura, aunque incluso yo misma intente hacérmelo y no consiga ni ser capaz de llorar en público. Pero, ¿sufre más el que más llora? No lo creo. Es importante aprender a dejarse llevar y, sobre todo, sentir (Asunto pendiente/Propósito para el 2030). Pero si algo ha cambiado este año es que comienzo a reconocerme a mí misma. Reconozco la persona que siempre he querido ser, comienzo a contemplar un esbozo de ella y con eso, de momento, me basta. También empiezo a comprender que hay cosas que no tienen nombre por mucho que nos empeñemos en ponerle etiquetas a todo, deberíamos ser más libres, menos convencionales, desterrar los prejuicios. Es difícil ser tolerante cuando hay cosas que no entiendes, ése es mi reto más ambicioso.

Me quedo con las cosas buenas de este año, los “te quiero” de verdad. Dicen que “pero” es una palabra agorera, en media frase puedes tocar el cielo y en cuanto añaden un “pero” bajar al mismísimo infierno. Sin embargo, “te quiero” es otra de esas palabras con la capacidad de darte o quitarte todo en milésimas de segundo. Un “te quiero” a tiempo es capaz de volverte un yonki de la felicidad, mientras que un falso “te quiero” o el mismo en pasado te pueden hundir en las cavernas más profundas, igual que los “te quiero” que nunca sonaron, esos que dolieron por no ser recíprocos o aquellos que fueron envenenados y nunca de verdad, esos que además jugaron con el orgullo.

Me quedo con el sabor de aquellos besos, con la sensación del amor propio, con tu llanto desgarrado tras el teléfono fruto de la felicidad, hace apenas seis meses fue el mejor día de mi vida hasta hoy y lo recordaré siempre. Me quedo con nuestras risas del otro día en la cocina, bebiendo como dos marines rusos, y con las de los niños, las de casa y las nuestras en el bar de siempre construyendo un mundo a nuestro antojo y medida. Y el sabor de las patatas de la abuela, la tortilla de la tía, el arroz al horno de mamá. Me quedo con las hostias que nos hemos dado porque siempre nos lamemos las heridas juntos. Con los ratos “reaprendiendo” a conducir y la locura de tirarnos de cabeza al agua desde lo más alto, sincronizados. Me quedo con el sabor de la valentía que tanto me faltaba y que tanto me queda por encontrar.

Me quedo con haberme dado cuenta de que no hay nada más importante que las personas, y al 2016 le pido que me regale cosas maravillosas, de las que no se tocan, de las que sólo se sienten.

¡Feliz 2016! ¡Feliz vida!
Con cariño, S.